I
Casi al
amanecer, el mar morado,
llanto de
las adormideras, roca viva,
pasto a las
luces del alba,
triste
sábana que recoge entre asombros
la mugre del
mundo.
Casi al
amanecer, en playas pizarra
y agudos
caracoles y cortantes corolas,
batallas
hubo, grandes guerras mudas
dejaron sus
huellas.
Se trataba,
por fin,
del amor y
sus hirientes hojas,
nada nuevo.
Batallas
hubo a orillas del mar
que rebota
ciego y desordenado,
como un
reptil preso en los cristales del alba.
Cenizas del
amor en los altares del mundo,
nada nuevo.
II
De nada vale
esforzarse en tan viejas hazañas,
ni alzar el
gozo hasta las más altas cimas de la ola,
ni vigilar
los signos que anuncian la muda invasión
nocturna y
sideral que reina sobre las extensiones.
De nada
vale.
Todo torna a
su sitio usado y pobre
y un
silencio juicioso se extiende, polvoso y denso,
sobre cada
cosa, sobre cada impulso
que viene a
morir contra la cerrada coraza de los días.
Las
tempestades vencidas, los agitados viajes,
sólo al
olvido acuden, en su hastiado dominio
se
precipitan y preparan nuevas incursiones
contra la
vieja piel del hombre
que espera a
su fin
como pastor
de piedra ingenua y a ciegas.
III
Y hay
también el tiempo que rueda interminable,
persistente,
usando y cambiando,
como piedra
que cae o carreta que se desboca.
El tiempo,
muchacha, que te esconde en su pecho
con tus
manos seguras y tu melena de legionaria
y algo de tu
piel que permanece;
el tiempo,
en fin, con sus armas ocultas.
Nada nuevo.
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