sábado, 20 de marzo de 2010

VICTORINO, cuento cargado de humanidad de Rodolfo "Popo" Dada


VICTORINO


Cuando Victorino llegó al Tortuguero por primera vez, vimos pasar el bote por la orilla opuesta del río. El bote y el hombre eran uno. Victorino parecía la rama de un tronco que flotaba. Algún tucán podía equivocarse, un martín pescador, azules como son.
Pero era un hombre y un bote que venían remando desde Puerto Viejo, río arriba a más de cien  kilómetros de distancia.
Lo vimos pasar y nadie supo para qué había venido, de otra selva de él a nuestra selva. Victorino no hablaba. El silencio y el bote eran su mundo.
Victorino desembarcó en el terreno de Alejandro Peters, este lo vio llegar en medio del silencio. No lo conocía, pero le pareció su propia sombra, su propia pobreza. Tenía un hacha en la mano y en el piso un poco de leña. Victorino amarró el bote en la raíz de un guarumo y entró al rancho. No traía nada que es como traer la libertad y se acurrucó como pudo en una esquina. Alejandro abrió un coco de agua y se lo ofreció. Las pobrezas son amables y se comprenden a pesar del silencio.
Victorino y Alejandro aprendieron a compartir los trastos viejos, en un rancho con techo de plástico negro y piso de tierra, en medio de una maraña de árboles y lianas.

Desde el primer día, Victorino pasaba horas sentado en un tronco viendo el mar, viendo las olas, para eso había viajado tantos kilómetros desde su selva sin mar, río arriba.
Para nosotros, desde siempre, el mar está ahí, a pasos de nuestras casas y vivimos con el sonido de las olas como si estuvieran cantando en una rama.
También, desde el primer día, Victorino aprendió a sacarle provecho a la playa, justo como las gaviotas, recogía pequeños cangrejos y alguna que otra sardina varada en la arena. Cortaba una fruta del árbol del pan o el corazón de un coco joven y hacía un caldo, una fritura, en la vieja cocina de Alejandro. Siempre dividió su comida para dos, aunque fuera la frugalidad  de una sardina. Y la dejaba sobre la mesa. Alejandro cocinaba un poco de arroz en la noche, que alcanzaba para el día siguiente.

Alejandro tenía el encargo del cielo, de llevar y traer a los niños que vivían en todas las casas de la ribera, a una escuela perdida entre la selva. Tenía un bote rojo y un motor regalado, que veíamos pasar lleno de niños y cuadernos. Nadie le pagaba y regresaba a su rancho con la misma pobreza. Se sentaba en la mesa porque era medio día y comía el arroz y la media sardina. Después pasaba la tarde en la entrada del rancho, viendo el río y la lluvia.
A esa hora se oía apenas el golpeteo del hacha en la playa, como a doscientos metros de la lluvia. Victorino empapado cortaba leña.
Nuestra playa está llena de troncos y de ramas que baja el río en las crecidas, trozas inmensas que se soltaron de las barcazas madereras hace muchos años. Está llena también de desechos de los barcos y de pequeños caracoles. Y cuando Victorino vio esa cantidad de leña, braza para el fuego, para el hervor de los frijoles, para la fiesta de la fritura, comenzó la tarea de picar toda esa inmensidad de madera abandonada.

Por las tardes, Victorino pasaba frente a mi casa con el bote cargado de leña en medio de la lluvia y yo veía el silencio de los remos en el agua y el bote avanzando contra la corriente hacia el pueblo. Acomodaba la leña debajo del almendro en el desembarcadero principal, y ahí la dejaba, sin decir nada, simplemente la dejaba y regresaba en su bote al atardecer debajo de la misma lluvia para compartir con Alejandro el arroz y la sardina.
Al día siguiente era lo mismo. Y así durante días, hasta que el almendro no podía más con tanta leña bajo su sombra y las personas del pueblo, empezaron a entender que Victorino les traía la leña a ellos, en silencio, para que compartieran con él la fiesta de la cocina.
Y desde ese día, las mujeres del pueblo se turnaban para dejarle sobre la leña, en un atado de hojas de platanilla, alguna comida caliente.
Para Victorino lo más importante era el mar. Había venido desde tan lejos solo para conocer el mar. Guardo en mi recuerdo una imagen de él sentado en un tronco en la playa, durante horas, viendo las olas, el movimiento de las olas, que revientan una tras otra, inmensas en este mar oscuro de sedimentos que es nuestro mar. Viendo la espuma amarilla que el viento mueve sobre la arena y los troncos de la playa. Y el horizonte, así infinito hasta donde la vista alcanza, cortado muchas veces por el lomo plateado de los sábalos o los róbalos o la aleta de algún tiburón toro. Viendo las garcillas de mar en la orilla, o las gaviotas, o una bandada de pelícanos pardos volando en formación sobre las copas de las palmeras y los árboles. Y Victorino ahí sentado en medio de tanta inmensidad, como una rama del tronco, y veo como los pájaros del mar picotean y buscan desechos a su alrededor sin temor alguno, mientras él se levanta. Y se vuelve a escuchar entonces el sonido del hacha.

Así pasaron los meses, hasta que decidió regresar a su selva, montaña adentro.

Ese día limpió del hacha la maraña de maderas que había picado, los gritos de los pájaros que habían anidado años atrás en esas ramas resecas, las sombras de los monos que habían dormido en las copas de esos árboles antiguos y la puso en el mismo lugar donde la había encontrado. Sólo así se dio cuenta Alejandro, después de haber llevado los niños a la escuela, que su amigo se marchaba.
Victorino no dijo nada. Solo entregó una mirada de ternura a los ojos de Alejandro y salió del rancho

Yo lo vi pasar de nuevo remando frente a mi casa en la ribera, sin leña esta vez. Y supe entonces que regresaba a su selva río arriba.

Parecía la rama de un tronco que flotaba y atrás de él, un grupo de gaviotas, de este mar nuestro, graznaban sobre el bote. 

 



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