Apelamos a lo natural, al aroma y al gozo que la ternura da. Fuimos
pronto, mío, río al mar; a tu gusto como siempre, sin aditivos. Lo básico fue lo esencial. Lo especiado, desde el cuenco mismo, lo verdaderamente real.
Su intenso color cúrcuma, resalta por encima de tus hombros altos, anchos, de robusto tronco, paisaje anhelado que espesa la bebida en medio de las noches. De verdor, tu recuerdo al despertar, el claro almíbar, el amor y el verbo de quien fue y que por siempre será mi poeta.
Vos, poema de agua, nacarada. Veintiún mil hojas vivas cubrirán tu entorno, estrellas fugaces gozarán de tu luz natural. Húmeda tu estructura, como la mía. Cero fallas telúricas entre miradas. Frente altiva. Cruce de tibios abrazos con olor a miel. Besos de mango dulce, de los frutos maduros... de los tiempos que vendrán. Amarillo sol, así es tu altar.
Luego caímos suave entre gotas de aire, entre nubes de sal. Anunciamos, ambos, el amanecer. Fundiste caracoles en el horizonte ¿quién, si no vos?, ¿supiste quién te amó? Venciste sin más el calor, este se agrietó y resquebrajó como el tatuaje que te lucí en la sien. La lumbre de nuestros encuentros se apagó, así, sin más aire, sin freno. Desde entonces, transpiro entre poros heridos, ojos que brillan menos. Las pupilas que auxilian cada paso se cubrieron de hiel. Se extinguió al fin lo natural. Tu caída fue estrepitosa desde el cerro alto, claro, mortal. Forzaste la ira, delante de los muros y esa advenediza luz, trémula y en extremo delgada que advertí en medio del silencio, rompió nuestro cuenco, esparciendo tras de hojas sueltas. Ahora apelo al frío, al sinfín de aves que de nuevo buscan nuestra agua y nuestra miel.